No, no en el aeropuerto Indira Gandhi. En Delhi.
Mastico el polvo que se levanta sobre los ojos. Sólo hay eso frente a mí. Ojos y polvo. Tras la neblina, luz amarilla, titlante, como viva. La tierra cruje bajo mis pies. No hay asfalto, o al menos yo no lo percibo. Seguimos a Sanjeev a través de la multitud. Él parece tener un destino, y nosotros somos su estela: formamos una extraña trinidad, un cometa terciario admirado por meteoritos de cuarta.
Atravesamos un túnel. Bajo un cartel de prohibido escupir duerme el primer niño desnudo de la India. La noradrenalina contrarresta mi vergüenza endémica, por ahora. Soy un occidental de plastilina en un mundo de barro cocido y metal abollado, de polvo espeso y ojos.
Una extraña sonrisa se me ha instalado en el rostro. Ya entonces la juzgaba perversa. Ahora no la disculpo. La miseria no es exotismo por mucho que sea el valor turístico más vendido de India. Sin saberlo he viajado a un país para ver su pobreza, su suciedad, el milagro de que no se colapse. Amarro bien mi cámara y me preparo, como Doug Quaid, para vivir una experiencia virtual que cambie mi vida, pero que no la cambie.
Mi inconsciencia, mi ignorancia, mi lejanía de la esencia del mundo y de la vida, me permitió ser estupidamente feliz. No me castigo ahora como no lo hice entonces. Ni un ápice de esa incosciencia, ignorancia o superficialidad me ha abandonado.